miércoles, 6 de junio de 2012

La calma del caracol


Siempre me han fascinado los caracoles. Por dentro translúcidos y suaves bajo dura concha en  la que cobijarse cuando tienen miedo, o simplemente para poder dormir. Su belleza lenta, cándida, húmeda, me conmueve especialmente en días como estos, en los que me encantaría que lloviese para poder salir, respirar eso que deja la tormenta en el aire, esa mezcla de vida y de muerte sin paliativos, sin humos que encubran de lo que realmente está hecho el viento: de principio y fin, con todos sus matices.

Hoy, como un caracol, busco una sombra oscura y silenciosa. En realidad, como un caracol, cualquier pie podría hoy romperme en pedazos: mi escudo es, en sí mismo, una mentira. Pero no importa. Solo quiero dormir.


Añoro su lentitud, su bondad inofensiva, su calma bochornosa… Hoy siento que no podría pasar un día de mi vida sin correr por algo, sin cuestionarlo todo, sin temer la nada, sin doblar el rumbo sin temblar, sin dañar a alguien o, por el contrario, otorgar a algún desconocido el bálsamo temporal que necesita. Porque nada es eterno. Pero eso no perturba la calma de los caracoles. No importa si el tiempo se acaba, no importa si se pierde o si me pierdo. Si fuese un caracol, simplemente, sería.

En Madrid es difícil salir. Aquí no hay mar y apenas llueve.



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